“Trabajen no por el alimento perecedero,
sino por el que permanece hasta la Vida eterna,
el que les dará el Hijo del hombre”
(Jn, 6,27)*
Después
de haber dado de comer a la muchedumbre con la multiplicación de los panes
frente al lago de Tiberíades, Jesús se había retirado de incógnito a la otra
orilla, en la región de Cafarnaún, para escapar de la gente que quería
proclamarlo rey. Sin embargo, muchos igualmente se pusieron a buscarlo y lo alcanzaron.
Pero él no aceptó ese entusiasmo demasiado interesado. Ellos habían comido el
pan milagroso, pero se quedaron en las meras ventajas materiales sin percibir
el significado profundo de ese pan que manifiesta en Jesús al enviado del
Padre, el que da la verdadera vida al mundo. Vieron en él solamente a un
taumaturgo, un Mesías terrenal, capaz de darles alimento material en abundancia
y a buen precio. En ese contexto, Jesús les dice: “Trabajen no por el alimento
perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre”.
El “alimento no perecedero” es la persona misma
de Jesús y también su enseñanza, porque la enseñanaza de Jesús se identifica
con su persona. Al leer después, más adelante, otras palabras de Jesús se
advierte que ese “pan que no perece” es también el cuerpo eucarístico de Jesús.
Por lo tanto, puede decirse que el “pan que no perece” es la persona de Jesús
que se nos entrega en su Palabra y en la Eucaristía.
La imagen del pan aparece a menudo en la Biblia , como también la del
agua. Pan y agua representan los alimentos primarios, indispensables para la
vida del hombre. Al aplicar a sí mismo la imagen del pan, Jesús quiere decirnos
que su persona y su enseñanza son indispensables para la vida espiritual del
hombre, tal como lo es el pan para la vida del cuerpo.
El pan material es ciertamente necesario. Jesús
mismo realiza el milagro de la multiplicación para la muchedumbre. Pero ese pan
solo no alcanza. El hombre lleva en sí –acaso sin darse cuenta del todo– un
hambre de verdad, de justicia, de bondad, de amor, de pureza, de luz, de paz,
de alegría, de infinito y eterno, que nada en el mundo está en condiciones de
satisfacer. Jesús se propone como el único capaz de saciar el hambre interior
del hombre.
Pero al presentarse como el “pan de vida”, no se
limita a afirmar la necesidad de nutrirse de él, de creer en sus palabras para
tener la vida eterna; sino que quiere impulsarnos a hacer la experiencia de él.
En efecto, con sus palabras: “trabajen por el alimento que no perece” pronuncia
una apremiante invitación. Dice que es necesario esforzarse, llevar a cabo todo
lo necesario para obtener este alimento. Jesús no se impone, quiere ser
descubierto, experimentado.
Ciertamente el hombre no puede con sus propias
fuerzas alcanzar a Jesús. Lo puede por un don de Dios. Sin embargo, Jesús
invita continuamente al hombre a prepararse para recibir el don de sí que él
quiere hacerle. Y es precisamente al esforzarse por poner en práctica su Palabra
que el hombre alcanza la fe plena en él, llega a gustar su Palabra como
gustaría un pan fresco y sabroso.
Yo pienso que quien ha comenzado a vivir con
compromiso su Palabra y sobre todo el mandamiento del amor al prójimo –síntesis
de todas las palabras de Dios y de todos los mandamientos– advierte, en parte,
que Jesús es el “pan” de su vida, capaz de colmar los deseos de su corazón, la
fuente de su alegría y de su luz. Al ponerla en práctica llega a gustar la Palabra , al menos un poco,
como verdadera respuesta a los problemas del hombre y del mundo. Y dado que
Jesús –pan de vida– realiza la entrega
suprema de sí en la
Eucaristía , quien lo sigue va espontáneamente a recibirla con
amor y ella ocupa un lugar importante en su vida.
Es preciso, entonces, que quienes hayamos hecho
esta estupenda experiencia no nos guardemos el descubrimiento sino que, con la
misma urgencia con la que Jesús nos impulsa a ganar el “pan de la vida”, lo
comuniquemos a otros para que encuentren en Jesús lo que sus corazones desde
siempre buscan. Es un enorme acto de amor que podemos hacer por nuestros
prójimos, a fin de que también ellos lleguen a conocer la verdadera vida ya en
esta tierra y ganen la vida que no muere. ¿Y qué más podemos querer?
Padre Adolfo: cambiando totalmente de tercio, hoy día 3 he visto en el diario local que era el día de S. Carlos Lwanga y compañeros mártires. Miré en la red por curiosidad y es increíble la historia de estos chiquillos : el menor tenía 12 años . Muy edificante. Publique algún comentario sobre el particular, por favor. Me gusta mucho leerle. Un fuerte abrazo desde España.
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