(2a. Carta a Timoteo 4:17-18)
Pablo encaró la muerte en Antioquía, Iconio y Listra. Gente furiosa lo persiguió en el templo, en las calles e incluso en la prisión. ¡Hoy en día él estaría en casa en Iraq o en Estados Unidos! El conoció la mirada del león con su boca abierta sobre él y el sonido del rugido del león en sus orejas. Pero una y otra vez el Señor lo rescató. ¿ Tengo leones en mi vida? ¿Están adentro de mi persona o fuera de ella? ¿Son en su mayoría otras personas o soy yo mismo mi mayor peligro? ¿Podría yo ser un león o una leona? Los leones son relativamente inocentes comparados con las personas.
San Ignacio de Antioquía se hubiera hecho amigo de los leones que estaban esperando por él en el Coliseo: sin embargo, el se refirió a los guardias romanos en el barco que lo llevaron a Roma como fieras.
Sea yo un león o sea que debo encarar a uno, yo sé que el Señor me va a rescatar. En el primer caso, el rescate va a tomar la forma de una transformación. Nada dentro o fuera de mí es demasiado grande para el ingenio amoroso de Dios, lo cual es su misericordia. Nada externo, pasado, presente o futuro es un rival para su amor por mí. Cuando el Rey Dario, hambriento de su ayuno y molesto por su insomnio de la noche, bajó al amanecer a la cueva de los leones para ver que había pasado con el profeta Daniel, él lloró en temor y angustia, ‘Oh Daniel, ha sido tu Dios capaz de liberarte?’ Sabemos lo que viene. En la oscuridad de la noche Dios envió a su ángel para cerrar la boca de los leones. Ningún daño le ocurrió a Daniel, porque el confió en Dios. A la luz de esta historia podemos dejar que los leones vengan con toda su furia. El miedo se marcha y la esperanza se desliza con el nuevo día. Para citar el conocido autor americano Russell Ford, se cambian los papeles: “Yo me siento como un león en una cueva llena de Danieles.”
0 comentarios:
Publicar un comentario