Nuestra Señora de Jerusalén |
(1a. Carta a los Tesalonicenses 2:7-8)
Mi hermana recientemente tuvo su primer bebé, ¡Que bebé más lindo! Mara ha crecido con una velocidad increíble, en cada visita al doctor supera en peso al 99% de los bebés de su misma edad.
Cristina llama frecuentemente para reportar: “¡Mara ha estado amamantando todo el día, va a crecer nuevamente!” A veces solamente llama para compadecer, porque ha estado todo el día dándole de tomar leche, sin importarle cuanto tiempo esté haciéndolo.
Hablamos y reflexionamos sobre lo que vemos a nuestro alrededor: una cultura de distancia entre las madres y sus bebés. Es tan fácil para el bebé ir de la cuna a la mecedora y de ahí al asiento para el carro con solamente un par de paradas en los brazos de alguien para comer. “No hay amor sin sacrificio propio”, mi hermana y yo estamos de acuerdo. En efecto, ese tiempo amoroso entre la madre y su hijo, cuando la madre amamanta al bebé con su propio cuerpo, deleita al niño con su propia sonrisa o lo mece con su propio cuerpo, todo eso es la primera experiencia que tiene el niño del amor sacrificado. Es más, es la primera experiencia del niño del amor divino.
En el Arte Sagrado vemos a veces en paralelo las imágenes de Jesús crucificado y María amamantando
al infante Jesús en su pecho: el sacrificio personal de María anticipando el de Jesús, el sacrificio personal
de Jesús haciéndo el de ella posible. Pablo muestra una imagen similar en los Tesalonicenses, “nos hicimos pequeños entre ustedes, imitando a la madre que juega con su criatura.” En esta hermosa imagen de María él nos enseña que el Evangelio entra en el mundo, no como simples palabras, sino como un regalo de su persona y su presencia, en cuerpo y sangre.
Así es para todo nosotros los que buscamos llevar el Evangelio a otros, como madre amorosa, padre
compasivo y amigo fiel. ¡La palabra se debe hacer carne!
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