El mensaje de Pablo VI para la jornada de la paz, dirigido a «todos los hombres que viven en el año1972», concluye con unas palabras dirigidas «a los hermanos e hijos de nuestra Iglesia católica». El Papa nos invita a «llevar a los hombres de hoy un mensaje de esperanza a través de una fraternidad vivida y un esfuerzo honesto y perseverante por una justicia más grande y real».1
Quisiera detenerme en esta exhortación que el Papa hace a sus hijos para que ofrezcan al mundo una fraternidad vivida, y ver cómo podemos nosotros ponerla en práctica y dar a la humanidad un mensaje de esperanza.
Antes que nada podríamos preguntarnos: ¿se da entre los católicos alguna premisa para crear una fraternidad más consciente? Y también: ¿es el mundo de hoy sensible a esa fraternidad?
Si miramos a la Iglesia y a la humanidad, veremos que tanto la una como la otra están sometidas a dos tensiones contradictorias.
La Iglesia camina también hoy –como en todos los tiempos, ya que su destino es el de su Fundador– a lo largo de un vía crucis. Un pulular frenético de nuevas ideas parece amenazar la raíz misma de la fe y de la moral, sembrando la duda en todo y en todos. Una «contestación» general aleja a algunos de sus mejores hijos, empobreciéndola con la pérdida incluso de quienes habían sido elegidos por ella y enviados en su nombre a anunciar el Evangelio. A veces, hasta la Jerarquía eclesiástica es puesta en tela de juicio por quienes, viendo las cosas de un modo exclusivamente humano, le quitan valor al magisterio de la Iglesia.
La humanidad, terreno en el cual la Iglesia vive y de cuyas sacudidas se resiente fuertemente, está perturbada por la división, por el desencadenarse de los instintos contra toda forma de orden y contra toda estructura que nos una entre todos. Además, hay desequilibrios sociales, focos de guerra que se encienden continuamente y que tienen al hombre en vilo por el terror de un conflicto mundial, y otros males morales de hoy que conocemos. En fin, una desorientación en todos los campos.
Sin embargo, paralelamente a este cuadro trágico pero real, observamos un anhelo vago, aunque sincero, de fraternidad y de unidad que supera las barreras existentes y se orienta hacia una visión unitaria del mundo. Unidad que no es un anhelo solamente, sino que, en el campo político, por ejemplo, se realiza ya en formas diversas, inspiradas todas ellas de manera legítima o no en el testamento de Jesús; a la vez que va aumentando el número de naciones que esperan resolver pacíficamente las más graves tensiones. En el campo social vibra en el ambiente un sentimiento de solidaridad, sentido por los adultos y aún más por los jóvenes. Y, además, entre tanta crónica negra, sorprenden ciertos fenómenos recientes de masas de jóvenes que se revelan contra la esclavitud del sexo y de la droga en nombre de Cristo.
En la Iglesia observamos el Pentecostés del Concilio, que sigue alzando su palabra autorizada por encima del murmullo del mundo y le da esperanza; palabra que invoca al cielo para que resplandezca haciendo así «vivir» esta tierra, y a la fe para que se confirme más bella, más auténtica y liberada de lo accesorio; que exhorta al orden moral a restablecerse para salvar al hombre de su propia ruina; que invita a las estructuras sociales a cristianizarse; a los sacerdotes, a ser luz del mundo, y a los obispos a trabajar con el papa para que cada vez brille más la unidad en la diversidad. Y oímos la voz clara, fuerte y segura del Papa que, para instruir y «confirmar a sus hermanos»2 anuncia constantemente la verdad y vuelve a proponer todo lo que ha enseñado el Concilio desmenuzando su doctrina para el pueblo de Dios.
Se advierte también en la Iglesia una nota característica, bella y actual: varios carismas del Espíritu Santo se hacen eco de los deseos expresados por Él mismo en el Vaticano II, cuando llamaba a los cristianos a ser Iglesia en el sentido más profundo y etimológico de la palabra, es decir, comunión, fraternidad viva. De aquí surge todo un despertar de movimientos de origen diverso, animados por un notable sentido de fraternidad en medio de un mundo que también la invoca, pero a menudo en nombre de quien no sabe darla verdaderamente. Grupos que a veces no pueden ni saben ellos mismos medir la potencia que poseen por el hecho de ser cristianos.
Para crear la fraternidad hace falta el amor. Y esto, más o menos, hoy lo saben todos en el mundo. Los mismos musulmanes, que no creen en un Dios Uno y Trino, sino sólo en Dios Uno, son sensibles en muchas partes a una fraternidad apoyada en el amor.
Pero el amor que el cristiano presenta –y aquí está el misterio abismal y la potencia escondida que bien aprovechada puede obrar milagros–, es distinto de cualquier otro amor que exista en el mundo, por noble y hermoso que sea. Es un amor de origen divino, el mismo amor de Dios participado al hombre que, introduciéndose en él, lo hace hijo de Dios.
Y esto es premisa y causa de una realidad incomparable: la fraternidad humana en un plano más alto, la fraternidad sobrenatural.
En esta fraternidad se realiza entonces un hecho que recuerda la Navidad: Cristo surge en medio de los hombres como el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. En esta fraternidad los cristianos están unidos en el nombre de Cristo, que ha dicho: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»3 . Se trata de esa fraternidad que –incluso donde la Iglesia se encuentra obstaculizada en su ministerio– puede hacer presente a Cristo entre los hombres. Presente espiritualmente, se entiende, pero presente. Esa fraternidad es la que puede llevar a Cristo en medio del pueblo, a las casas, a las escuelas, a los hospitales, a las fábricas, a las oficinas, a cada comunidad o reunión.
El Concilio y el Papa lo subrayan muchas veces: la comunidad, como una familia unida en nombre del Señor, goza de su presencia. Se trata de esa fraternidad que nos hace Iglesia, como Odo Casel afirma: «No es que la única Iglesia se fragmente en una pluralidad de comunidades individuales, ni que la multiplicidad de las comunidades individuales formen juntas la única Iglesia. La Iglesia es solamente una; dondequiera que esté, está toda entera e indivisa, incluso allí donde solamente dos o tres están reunidos en el nombre de Cristo»4 .
Quizá los cristianos no siempre nos demos cuenta de esta extraordinaria posibilidad. Pero si lo reconocemos en esta Navidad, Dios podría darnos la gracia de acoger mejor y de aprovechar más un don semejante. Esta fraternidad, con cualquiera y en cualquier parte, nos da la posibilidad de no estar solos, pensando o preocupándonos de cómo resolver los problemas humanos. Si lo queremos (y basta estar unidos en su nombre, es decir, con Él y como Él quiere) Cristo está entre nosotros, está con nosotros, ¡Él, el Omnipotente! Y esto infunde esperanza. Sí, una gran esperanza.
Este es el momento de que, en nuestras familias cristianas y en nuestros grupos, en nuestros movimientos surgidos con el objetivo que sea, pero con signo cristiano, y en las obras a las que dedicamos nuestras fuerzas, avivemos esa unidad, esa fraternidad que hace presente a Cristo entre nosotros y nos hace Iglesia, declarándonos abiertamente este propósito nuestro sin temor y sin falso pudor.
Si la Navidad nos recuerda hasta qué punto Dios nos ha amado, esto es, hasta hacerse uno de nosotros, resulta fácil comprender que la lógica de su amor le haga estar siempre interesado en nuestras cosas y deseoso de seguir viviendo en cierto modo entre nosotros, compartiendo nuestras alegrías y nuestros dolores, las responsabilidades y las fatigas, y, sobre todo, ayudándonos como Hermano nuestro. Él no se conformó con hacerse presente cada vez que nos reunimos solemnemente para la celebración de la Eucaristía; o estar presente de otras formas, como en la Jerarquía, o en su Palabra..., sino que quiere estar siempre con nosotros. Y le bastan dos o tres cristianos... ¡ni siquiera hace falta que sean ya santos! Bastan dos o más hombres de buena voluntad que crean en Él y sobre todo en su amor.
Si hacemos esto, surgirá en la Iglesia un pulular de células vivas que, con el tiempo, podrán animar la sociedad que las rodea, hasta penetrar en la masa. Entonces ésta, impregnada del Espíritu de Cristo, podrá cumplir mejor el designio de Dios sobre el mundo y dar un impulso decidido a la revolución social pacífica pero incontenible, con consecuencias que jamás nos hubiéramos atrevido a esperar.
Si Cristo histórico sanó y sació almas y cuerpos, Cristo místicamente presente entre los cristianos sabe hacer otro tanto. Si Cristo histórico, antes de morir, pidió al Padre la unidad entre sus discípulos, Cristo místicamente presente entre los cristianos la sabe realizar.
Si tenemos hombres unidos en el nombre de Cristo, mañana podremos ver pueblos unidos.
Para responder a lo que Dios nos pide a través del Papa, mucho ha hecho ya el Espíritu Santo, así nos parece. Lo que hay que hacer es dar un nuevo impulso a nuestra vida cristiana, siempre demasiado individualista, muchas veces mediocre, pero sobre todo poco auténtica. / ver fuente
Chiara Lubich
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