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martes, 8 de febrero de 2011

La culpa

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Imagen: arandapolitica.blogspot.com
(2a. Carta a los Tesalonicenses 3:3)“El Señor es fiel: a ustedes los fortalecerá y preservará del Maligno.”

En la niñez las pesadillas toman forma de mounstros cazándonos. En la edad adulta las imágenes cambian por otras más sofisticadas que reflejan cosas como el miedo de volar o ansiedad acerca de la relación que tenemos con nuestro padre o nuestro jefe.

Es divertido como Dios nos enseña lo que es la maldad. Cuando somos niños, nos hace percibir mounstros que nos atrapan. Cuando somos adultos creemos que hemos superado estos temores, ciegos a la identidad del monstruo y llenos de culpas por cómo hemos sido enrredados con sus trucos. Y es aquí cuando quedamos atrapados: nos entrenamos para acostumbrarnos al descontento y enajenación del mal, desde que el truco del pecado no es el Diablo mismo así como el odio o desinterés que engendra, el sentido de que no somos hijos del Padre y que no podemos darle la cara. Así construímos nuestras vidas y nuestras culturas, en torno al dolor de la pérdida de identidad.

La poeta Anne Bradstreet, en el poema Al quemar nuestra casa, cuenta en verso como el fuego destruyó su casa en 1666. Debió ser algo que ella merecía por haber puesto tanta importancia a las cosas materiales, como si necesitara un tipo de auto-recriminación para complacer a Dios. Pero, eso nunca es el caso.

Cristo nos protege del Mal ofreciéndonos su libertad, que siempre abre la puerta a la atracción de su amor. Todo lo que Cristo nos pide es nuestro arrepentimiento, es decir, el ser capaces de reconocer que hemos ido en contra de nosotros mismos y de la realidad. Es por eso que necesitámos una acción concreta. Esa acción es la confesión, siendo que la buena nueva de nuestra salvación es que Cristo mismo nunca nos culpa. El no se queja de nosotros, sino que muestra misericordia en todo momento - algo que ninguna cultura humana antes de la llamada de Abraham, nuestro padre en la fe, aún había oído. 

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